Lausana: una segunda mirada
Hay lugares en el mundo que pasamos por alto en nuestra primera visita, en nuestra primera mirada. Tal vez por la brevedad del encuentro, tal vez porque nos salió al encuentro de nuestro camino en el camino de otros caminos...tal vez porque fue un momento superado por otros momentos. No dejan marcas en nuestros ojos ni en nuestra mente, quizás adormecen en un rincón de la memoria...esperando, simplemente, esperando. Así sucedió con ella la primera vez que pisé sus calles y respiré su aire: formaba por azar parte de un extenso recorrido a lo largo de la tierra helvética. Recorrido que había comenzado en Basilea, siguiendo por la región del Jura, descendiendo hasta Ginebra, y que en un largo recorrido por el sur terminaría en el Ticino. Ella era entonces un punto más en el mapa, y en ese momento ciertamente no el más impactante...tal vez por ello quedó relegada en el pasado. Por esos avatares de la vida, poco más de treinta años más tarde tuve, debo reconocer, la dicha de volver a ella, no una sino por tres veces sucesivas: tres años, catorce noches...tiempo suficiente como para redescubrir una atractiva ciudad, para darle una nueva y más descansada mirada, para recorrerla de mañana, de tarde y de noche...siempre en los umbrales de la primavera. Lausana, ciudad poblada por intimidantes subidas empinadas, por serpenteantes calles adoquinadas. Calles amplias, calles estrechas, rincones sombríos y callejuelas luminosas. Ciudad que domina con espléndida mirada el majestuoso lago Leman, aguas plácidas sobre las cuales se desplazan barcos y veleros, vuelan rasantes tranquilas gaviotas, perturban respetuosamente su superficie esforzados remeros. Ciudad con techos alfombrados de verde, balcones adornados por coloridos arbustos, jardines que explotan con arriates de flores. Ciudad cruzada por altos puentes que unen los diferentes estratos sobre los que parece estar construída. Ciudad donde se asienta el espíritu olímpico, donde sobrevuela el arte de Bejart y artistas se recluyen en el silencio de sus casas a pintar sutiles acuarelas . Aires poblados de aromas de suave café, de sabrosos chocolates, de delicada repostería. Ciudad donde por las tardes nos cubren sombras del arte gótico, del art-decó y del art-nouveau. Calles donde nos pueden sorprender de tanto en tanto un músico, un mimo o amables vendedoras en puestos de mercado. Calles y escalinatas, más subidas y más bajadas....iglesias donde resuenan los sonidos profundos de un órgano bajo la atenta custodia de impávidas gárgolas centenarias. Reflejos y más reflejos de la ciudad sobre sus propias ventanas, Incansables atletas inmortalizados en el brillante metal, extrañas liebres que invitan al juego. Todo ello lo puede encontrar cualquier visitante, siempre y cuando se tome su tiempo y se deje llevar por los laberintos de Lausana. Al final, siempre estará esperándonos ese Metro tan particular de conductores ausentes, que nos llevará hasta la estación y allí el tren nos permitirá dar una última mirada hacia atrás para despedirnos hasta...quién sabe, tal vez, una próxima vez. Una enseñanza aprendida: todo lugar en el mundo suele ameritar una segunda mirada. .
Lausanne: a second look
There are places in the world that we overlook on our first visit, on our first glance. Perhaps because of the brevity of the encounter, perhaps because it met us on our way in the way of other ways... perhaps because it was a moment that was surpassed by other moments. Such places do not leave a particular mark in our eyes or in our minds, perhaps they fall asleep at the bottom of our memory.. waiting, just waiting. So it was with it the first time I stepped on its streets and breathed its air: the city was by chance part of a more extensive journey along the Helvetian land. A journey that had started in Basel, continuing through the Jura region, descending to Geneva and, that in a long journey through the south would end in Ticino. It was then just a point on the map, and at that time certainly not the most shocking place ... perhaps that is why my memories about it were relegated in the past. For those vicissitudes of life, a little over thirty years later I had, I must admit, the happiness of returning to it, not once but three successive times: three years, fourteen nights ... time long enough to rediscover an attractive city, to give it a new and more relaxed look, to explore it in the morning, during the afternoon and at night ... always on the threshold of the spring. Lausanne, a city populated by intimidating steep climbs, by winding cobbled streets. Wide streets, narrow streets, shady corners and bright alleys. A city that dominates with a splendid view the majestic Lake Leman: placid waters on which boats and sailboats move, calm seagulls fly low and hard-working rowers disturb respectfully its surface. City with green carpeted roofs, balconies adorned with colorful bushes, gardens that explode with flowerbeds. City crossed by high bridges that unite the different strata on which it seems to be built. A city where the Olympic spirit is established, where the art of Bejart flies over and artists retreat into the silence of their houses to paint subtle watercolors. Airs populated with aromas of soft coffee, tasty chocolates, and delicate pastries. City where in the evenings shadows of gothic art, art-deco or art-nouveau cover us. Streets where a musician, a mime or friendly vendors at market stalls can surprise us from time to time. Streets and stairways, more ups and downs .... churches where the deep sounds of an organ resonate under the watchful custody of undaunted centennial gargoyles. Reflections and more reflections of the city on its own windows. Tireless athletes immortalized in shiny metal, strange hares that invite to the game. All this can be found by any visitor, as long as they take their time and let themselves be led by the Lausanne mazes. In the end, that particular Metro of absent drivers will always be waiting for us, taking us to the station and from there the train will allow us to take one last look back to say goodbye until, who knows, perhaps, a next time. A learned lesson: every place in the world usually deserves a second look.